¿Somos capaces de imaginar al más hermoso de los hombres, al del máximo destello, guiando su carro de magma del Este hacia el Oeste? Ése era el hijo de Hiperión, quien fue condenado, por haber revelado los ocultos amores entre Ares y Afrodita, a volverse loco de amor. Aunque mantenía relaciones con otras mujeres, entre ellas Clitie, sucumbió ante la belleza de una joven llamada Leucótoe. Y de nada le sirvió su hermoso porte , su color, su fulgurante luz, pues él, que abrasaba con su fuego la superficie de la tierra se consumía ahora preso de su propio fuego. Y la luz, que debía a todas las criaturas del planeta, la concentraba en una sola: Leucótoe. Y surgía antes de Oriente, y se sumergía más tarde entre las olas, pues se entretenía mirándola y a veces desfallecía y su cuerpo se contraía de la angustia, y ese mal oscurecía su mirada, su fulgor, llenando de terror el corazón de los hombres. Ya no le importaba nada, ni nadie, ni siquiera Clitie, que, aunque despechada, seguía buscando su lecho.
Una noche, mientras sus caballos se alimentaban de ambrosía en los campos celestes, el dios entró en el aposento de su amada, habiendo tomado primero la forma de su madre. Allí estaba cosiendo Leucótoe, rodeada de doce criadas. Entonces, tras besarla en la mejilla como una madre haría con su hija, pidió a las criadas que se retiraran. Cogiendo a la muchacha de los hombros exclamó: “Yo soy aquel que mide los largos años, el que todo lo ve y por el que todas las cosas se ven en la tierra, el ojo del mundo: créeme, tú me gustas.” Ella se separó bruscamente, y él recuperó su verdadero aspecto, dejándola en un estado en el que se confundían la admiración por su belleza y el terror. Dice Ovidio en este momento, que el dios la ultrajó y que ella, como le había visto tan hermoso, resistió el ultraje sin quejarse. Yo quiero creer que él no la forzó a nada, pues la amaba con ternura. Simplemente se acercó y la baño en su luz.
Y aquí es cuando juega su papel fundamental Clitie, la despechada, que por ir en pos del Sol lo sabía todo. Muerta de envidia, en un ataque de ira reveló al padre de Leucótoe lo que había pasado aquella noche. El padre, sintiéndose deshonrado, no entró en razones ni escuchó a su hija, que gritaba pidiendo clemencia y extendiendo sus brazos al Sol. La enterró bajo una espesa capa de arena y sobre ella echó un túmulo de tierra.
Cuando el hijo de Hiperión lo supo, demolió el túmulo con sus rayos, y abrió un camino en la tierra para que la pobre desdichada respirara, pero ya era demasiado tarde. Intentó reavivar sus miembros helados con el calor de sus rayos, pero el destino se oponía a sus intentos. Al fin, cuando vio que nada podía hacer por devolverle la vida a aquella a quien tanto había amado, roció su cuerpo de néctar celeste perfumado y después de lamentarse largamente dijo: “A pesar de todo, tocarás el cielo”; inmediatamente, el cuerpo embebido de néctar divino se deshizo y empapó la tierra con su aroma. A ella se aferraron las raíces de la nueva vida que surgió: el árbol del incienso, que rompió la cima del túmulo y se alargó hacia el cielo.
Clitie se hundió de pesar y remordimientos al ver lo que su delación había causado. Y aunque intentó correr en pos del Iluminante y explicarle, justificarse acaso, él no quiso saber nada. Nunca más hubo luz para la despechada Clitie. Desde entonces, la ninfa, que se había dejado vencer por la parte más insensata y dañina del amor, no pudo soportarlo y empezó a languidecer. Y permaneció, enajenada, sentada día y noche sobre la tierra desnuda, con los cabellos largos, sueltos y enmarañados. Durante nueve días no probó ni agua ni comida y se alimentó sólo de sus propias lágrimas y del rocío, sin moverse del suelo, limitándose a mirar al Sol, que pasaba haciendo caso omiso de ella, dirigiendo su rostro hacia él. Dicen que sus jóvenes piernas se adhirieron a la tierra y que su tronco se convirtió en flexible tallo que terminaba en una flor amarilla que recubre su rostro. Aunque las raíces la tienen retenida, nada impide que ella se vuelva siempre hacia su amado Sol.
Pintura: Clitie, de Evelyn de Morgan
Una noche, mientras sus caballos se alimentaban de ambrosía en los campos celestes, el dios entró en el aposento de su amada, habiendo tomado primero la forma de su madre. Allí estaba cosiendo Leucótoe, rodeada de doce criadas. Entonces, tras besarla en la mejilla como una madre haría con su hija, pidió a las criadas que se retiraran. Cogiendo a la muchacha de los hombros exclamó: “Yo soy aquel que mide los largos años, el que todo lo ve y por el que todas las cosas se ven en la tierra, el ojo del mundo: créeme, tú me gustas.” Ella se separó bruscamente, y él recuperó su verdadero aspecto, dejándola en un estado en el que se confundían la admiración por su belleza y el terror. Dice Ovidio en este momento, que el dios la ultrajó y que ella, como le había visto tan hermoso, resistió el ultraje sin quejarse. Yo quiero creer que él no la forzó a nada, pues la amaba con ternura. Simplemente se acercó y la baño en su luz.
Y aquí es cuando juega su papel fundamental Clitie, la despechada, que por ir en pos del Sol lo sabía todo. Muerta de envidia, en un ataque de ira reveló al padre de Leucótoe lo que había pasado aquella noche. El padre, sintiéndose deshonrado, no entró en razones ni escuchó a su hija, que gritaba pidiendo clemencia y extendiendo sus brazos al Sol. La enterró bajo una espesa capa de arena y sobre ella echó un túmulo de tierra.
Cuando el hijo de Hiperión lo supo, demolió el túmulo con sus rayos, y abrió un camino en la tierra para que la pobre desdichada respirara, pero ya era demasiado tarde. Intentó reavivar sus miembros helados con el calor de sus rayos, pero el destino se oponía a sus intentos. Al fin, cuando vio que nada podía hacer por devolverle la vida a aquella a quien tanto había amado, roció su cuerpo de néctar celeste perfumado y después de lamentarse largamente dijo: “A pesar de todo, tocarás el cielo”; inmediatamente, el cuerpo embebido de néctar divino se deshizo y empapó la tierra con su aroma. A ella se aferraron las raíces de la nueva vida que surgió: el árbol del incienso, que rompió la cima del túmulo y se alargó hacia el cielo.
Clitie se hundió de pesar y remordimientos al ver lo que su delación había causado. Y aunque intentó correr en pos del Iluminante y explicarle, justificarse acaso, él no quiso saber nada. Nunca más hubo luz para la despechada Clitie. Desde entonces, la ninfa, que se había dejado vencer por la parte más insensata y dañina del amor, no pudo soportarlo y empezó a languidecer. Y permaneció, enajenada, sentada día y noche sobre la tierra desnuda, con los cabellos largos, sueltos y enmarañados. Durante nueve días no probó ni agua ni comida y se alimentó sólo de sus propias lágrimas y del rocío, sin moverse del suelo, limitándose a mirar al Sol, que pasaba haciendo caso omiso de ella, dirigiendo su rostro hacia él. Dicen que sus jóvenes piernas se adhirieron a la tierra y que su tronco se convirtió en flexible tallo que terminaba en una flor amarilla que recubre su rostro. Aunque las raíces la tienen retenida, nada impide que ella se vuelva siempre hacia su amado Sol.
Pintura: Clitie, de Evelyn de Morgan